martes, 1 de marzo de 2011

-La familia, la escuela, la parroquia; para crecer en el amor


(segunda parte del discurso del cardenal Rouco a los Obispos, 1/3/2011)

Cada vez más claro que el futuro de las nuevas generaciones depende decisivamente de las familias cristianas. Al mismo tiempo, la experiencia pone también de manifiesto que la misión de la escuela resulta seriamente entorpecida y aun imposibilitada cuando no cuenta con la colaboración de los padres y de una vida familiar acorde con la ley natural y divina.
El Estado no puede sustituir, ni siquiera suplir, el papel propio de esas dos instituciones básicas para el desarrollo de la persona. Por su parte, la parroquia, como célula básica de la vida eclesial, en la que el hombre natural se hace cristiano, ha de ser capaz de actuar a modo de catalizador de la vida cristiana de la familia y de la escuela. Es precisamente el modo concreto en el que deba configurarse la sinergia de familia, escuela y parroquia el objeto de nuestra reflexión. De dicha sinergia depende en buena medida el fruto de la acción evangelizadora de la Iglesia en beneficio de los más jóvenes y, en definitiva, de toda la sociedad.
Ahora bien, la clave cultural, intelectual y moral para una realización verdadera de lo que son la familia, la escuela y la parroquia se halla, sin duda, en el acierto con el que sea percibida, comprendida y vivida la verdad del amor humano.
Como ha recordado Benedicto XVI en la primera página de su encíclica “Deus caritas est”:: “el término amor se ha convertido hoy en una de las palabras más utilizadas y también de las que más se abusa, a la cual damos acepciones totalmente diferentes.” Se emplea ese mismo vocablo para significar la entrega permanente y sacrificada de unos padres que alimentan y educan a una familia numerosa en la que los hijos pueden crecer confiados y alegres, bajo la protección de un amor inquebrantable; como se emplea también para referirse al deseo de quien encarga para sí un niño a un laboratorio, predestinado a la orfandad de padre o de madre y a la soledad de hermanos; o también, para aludir a las relaciones esporádicas entre jóvenes inmaduros, a la cohabitación de personas del mismo sexo o, incluso, al comercio de imágenes o de encuentros en determinados locales o en la red. Todo es llamado del mismo modo: amor.
Sin embargo, el amor tiene una realidad propia, una naturaleza que lo define de un modo pertinente: existe una verdad del amor, que es necesario saber reconocer. Si se usa y abusa tanto de esta palabra, es porque alude a una realidad hermosa y esencial para la vida humana que ejerce una gran fascinación. Por eso es empleada de mil modos impropios con la finalidad de hacer pasar por bueno y bello lo que, en realidad, no es más que falso y no conforme con la verdadera humanidad.
Efectivamente, como escribía Juan Pablo II en su primera encíclica, “el hombre no puede vivir sin amor. Él permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido, si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace propio, si no participa en él vivamente.” Puede sorprender que la Iglesia hable de “la revelación del amor”. Porque se ha hecho demasiado común una comprensión de esa realidad humana fundamental que la entiende como un mero sentimiento emocional, un afecto espontáneo, un movimiento placentero del ánimo. Una realidad así, perteneciente más a la vida de los instintos o de lo puramente biológico que al alma espiritual y racional del ser humano, no necesitaría revelación alguna; más que “encontrarla” y “hacerla propia” - como escribe Juan Pablo II - lo que el hombre necesitaría sería simplemente sentirla y gozar de ella sensible y espontáneamente - según se dice.
Sin embargo, es verdad que el amor es encontrado por aquel a quien se le revela para que lo haga propio y participe de él. Porque el amor, antes que una realidad que se tiene como propia, es una realidad que precede a quien no puede vivir sin ella y por eso la desea y la busca. Pero tampoco es una realidad lejana, en búsqueda de la cual hubiera que realizar largos viajes. El amor nos precede y, al mismo tiempo, llama, cercano, a nuestra puerta, es más, se halla desde siempre en lo más interior de nuestro ser.
El amor nos precede porque implica la llamada de otro. El amor nos habita, porque sin una llamada así no podríamos ni siquiera existir. En su sentido más originario, el amor nos ha llamado al ser: el amor es Dios. En cuanto participamos del Amor creador y redentor, nuestro amor es la aceptación del otro: primero de Él, del Creador y Redentor, y, en Él, del otro a quien encontramos a nuestro lado.
Hay un amor específico, que se revela como imagen del Amor originario y creador, un amor que es pro-creador: el amor conyugal. “La revelación del amor conyugal - enseñaba esta Asamblea de Obispos en 2001-, en cuanto que implica a toda la persona y su libertad, nos descubre las características que lo especifican como tal: la incondicionalidad con la que nos llama a aceptar a la otra persona en cuanto única e irrepetible, esto es, en exclusividad. Por ello, es un amor definitivo, no a prueba, porque acepta la persona como es y puede llegar a ser, hoy y siempre, hasta la muerte. Y por ser un amor que implica la corporeidad, es capaz de comunicarse, generando vida: porque no está cerrado en sí mismo.”
La verdad del amor y, en concreto, del amor conyugal no puede ser “creada” ni por el hombre ni por las leyes. Más bien se manifiesta para ser comprendida y libremente aceptada. Cuando es remodelada al gusto de las opiniones o de los sentimientos del momento, privándola de alguna de sus características - que acabo de recordar -, entonces ya no se vive en la verdad, sino en el error y en la ofuscación.
En principio, la razón humana es capaz de reconocer la verdad del amor. Pero para ello debe mostrarse dispuesta a abrirse más allá de sí misma para acoger la razón divina del amor. “Ningún hombre ni ninguna mujer, por sí solos y únicamente con sus fuerzas, pueden dar a sus hijos de manera adecuada el amor y el sentido de la vida. En efecto, para poder decir a alguien: ‘Tu vida es buena, aunque yo no conozca tu futuro’, hace falta una autoridad y una credibilidad superiores a lo que el individuo puede darse por sí solo. El cristiano sabe que esa autoridad es conferida a la familia más amplia, que Dios, a través de su Hijo Jesucristo y del don del Espíritu Santo, ha creado en la historia de los hombres, es decir, a la Iglesia. Reconoce que en ella actúa aquel amor eterno e indestructible que asegura a la vida de cada uno de nosotros un sentido permanente, aunque no conozcamos su futuro.”
El desconocimiento de la verdad del amor está causando mucho sufrimiento y rompiendo muchas vidas. La Iglesia:  nuestras familias, escuelas y parroquias, con el aliento muy especial de los Pastores, ha de ayudar a los jóvenes a evitar la ignorancia de una verdad tan decisiva para sus vidas y a paliar la influencia negativa de un ambiente marcado por tantas fuerzas y corrientes desorientadoras. La reflexión que haremos en esta Asamblea de los Obispos tiene esta hermosa finalidad.
*La reducción emotivista e individualista del amor, dominante en la cultura pública actual, ha conducido a una situación crítica que dificulta mucho la educación para el amor y para el matrimonio y que caracteriza nuestro vigente derecho matrimonial. El matrimonio en nuestro Código Civil es simplemente “una manifestación señalada” de “la relación de convivencia de pareja, basada en el afecto.” La institución matrimonial reducida así a una convivencia de pareja, sobre la base del afecto, con independencia de la diferencia de sexo de los convivientes, sin relación intrínseca y determinante con las características objetivas del amor conyugal dificulta gravemente la salida de la crisis de la familia con las consecuencias negativas que de tal situación se derivan para el bien común  y para el futuro de las nuevas generaciones.
Anunciar el Evangelio del matrimonio y de la familia es, sin duda, uno de los aspectos más hermosos de la nueva evangelización y de la juventud. Su urgencia, por otro lado, es evidente: nos urge la dolorosa situación aludida, pero nos urge, sobre todo, el amor a Cristo y a los jóvenes.
Mientras recorremos el camino de la preparación inmediata del gran encuentro de Madrid 2011, ponemos nuestra mirada en Jesucristo, en quien se ha revelado para todos los hombres la verdad del Amor que Dios es, así como el verdadero sentido de la vocación de todo ser humano ¡del hombre!, llamado a ser por el amor y a vivir en el amor. La Iglesia no puede ocultar la luz de esa verdad, ha de ponerla sobre el candelero para que alumbre a todos los de la casa. La Iglesia es misionera siempre: cuando evangeliza a los jóvenes con nuevo ardor y con los nuevos métodos de las Jornadas Mundiales de la Juventud y cuando lleva la luz del Evangelio a los pueblos que apenas han oído hablar de Jesucristo