miércoles, 7 de diciembre de 2011

-los hijos son para la vida eterna


Vida: destino eterno

«Una reflexión especial quisiera tener para vosotras, mujeres que habéis recurrido al aborto. La Iglesia sabe cuántos condicionamientos pueden haber influido en vuestra decisión, y no duda de que en muchos casos se ha tratado de una decisión dolorosa e incluso dramática. Probablemente, la herida aún no ha cicatrizado en vuestro interior. Es verdad que lo sucedido fue y sigue siendo profundamente injusto. Sin embargo, no os dejéis vencer por el desánimo y no abandonéis la esperanza. Antes bien, comprended lo ocurrido e interpretadlo en su verdad. Si aún no lo habéis hecho, abríos con humildad y confianza al arrepentimiento: el Padre de toda misericordia os espera para ofreceros su perdón y su paz en el sacramento de la Reconciliación. Podéis confiar con esperanza a vuestro hijo a este mismo Padre y a su misericordia»: así lo escribió Juan Pablo II, en la Conclusión de su encíclica Evangelium vitae, de 1995.
Y no quedan ahí las palabras del Papa; van más allá, hasta el destino eterno de esos hijos, la auténtica luz que ilumina el camino entero, desde la concepción hasta la muerte natural. Por eso, desde esa Luz, que es el mismo Cristo, presente en la Iglesia, sigue diciendo a estas mujeres: «Ayudadas por el consejo y la cercanía de personas amigas y competentes, podréis estar con vuestro doloroso testimonio entre los defensores más elocuentes del derecho de todos a la vida. Por medio de vuestro compromiso por la vida, coronado eventualmente con el nacimiento de nuevas criaturas y expresado con la acogida y la atención hacia quien está más necesitado de cercanía, seréis artífices de un nuevo modo de mirar la vida del hombre».
Sólo desde ese nuevo modo de mirar puede defenderse, en toda su hondura, toda vida humana y en toda circunstancia. A menudo se oye decir que no hace falta la fe para defender la vida, que hay agnósticos y ateos que la defienden. Habría que preguntar qué es, en realidad, lo que defienden, ¿una vida destinada a la muerte y a la nada? ¿Qué valor tendría tal vida? Si la defienden de verdad, es porque la fe no está tan lejos de ellos. Con toda razón, ya en 1981, en la exhortación Familiaris consortio, Juan Pablo II decía así: «Algunos se preguntan si es un bien vivir, o si sería mejor no haber nacido; dudan de si es lícito llamar a otros a la vida, los cuales quizás maldecirán su existencia en un mundo cruel, cuyos terrores no son ni siquiera previsibles. Otros piensan que son los únicos destinatarios de las ventajas de la técnica y excluyen a los demás, a los cuales imponen medios anticonceptivos o métodos aún peores. Otros todavía, cautivos como son de la mentalidad consumista y con la única preocupación de un continuo aumento de bienes materiales, acaban por no comprender, y por consiguiente rechazar la riqueza espiritual de una nueva vida humana». La conclusión del Papa es nítida: «La razón última de estas mentalidades es la ausencia de Dios. Sólo su amor es más fuerte que todos los posibles miedos del mundo y los puede vencer».
Es preciso caer en la cuenta de que es la meta final lo que permite reconocer el valor de cada realidad. Sin conocer la espiga cargada de granos, o el árbol lleno de frutos, ¿qué valor podrá darse a su insignificante semilla? Sin conocer que no hay sólo -en palabras de san Agustín- dos instancias: el nacer y el morir, sin conocer el resucitar, que Cristo con su resurrección nos ha conseguido, esa meta eterna que todo ser humano desea en lo más verdadero de su corazón, ¿qué valor puede tener la vida? En la Iglesia hemos encontrado, como san Agustín, ese nuevo modo de mirar que puede afirmar, con Juan Pablo II en la Exhortación Familiaris consortio, que «la vida humana, aunque débil y enferma, es siempre un don espléndido del Dios de la bondad», y que «al No que invade y aflige al mundo, contrapone este Sí viviente, defendiendo de este modo al hombre y al mundo de cuantos acechan y rebajan la vida».
Y, con la encíclica Evangelium vitae, hemos de reconocer que «la opción incondicional a favor de la vida alcanza plenamente su significado», únicamente «por la fe en Cristo, el Hijo de Dios que se ha hecho hombre y ha venido entre los hombres para que tengan vida y la tengan en abundancia». ¡Sin rebaja alguna! Porque «la vida que Dios ofrece al hombre es un don con el que Dios comparte algo de sí mismo con la criatura. Es mucho más que un existir en el tiempo. Es tensión hacia una plenitud de vida, es germen de una existencia que supera los mismos límites del tiempo». Con menos de esto, ciertamente, no hay corazón humano sano que se pueda conformar. En definitiva, el terrible descenso de la natalidad no lo causa la pobreza material, sino esa otra espiritual que ciega la mirada al destino eterno. Por eso, sólo desea de veras transmitir la vida quien la acoge en su plena verdad de don de Dios con su mismo destino eterno.